Del carisma a la técnica: Un México en transición que no pierde la esperanza
Editorial Polifonía Sonora
La presidencia de Andrés Manuel López Obrador representa una ruptura decisiva en la historia contemporánea de México. Su ascenso en 2018 simbolizó la victoria de las clases populares, hasta entonces relegadas por el modelo neoliberal. Este triunfo reflejó el clamor de justicia social y económica de los sectores históricamente excluidos. Bajo el lema “primero los pobres”, López Obrador capitalizó el descontento generalizado frente a las élites políticas tradicionales, resonando con una sociedad harta de la corrupción y la desigualdad sistémica.
Durante su mandato, se implementó una política de bienestar social sin precedentes, con programas de apoyo directo a los sectores vulnerables. Sin embargo, su estilo de gobierno también fue criticado por concentrar demasiado poder en sus manos. Logró lo que pocos líderes en la historia reciente del país: consolidar un inmenso control político bajo la bandera de la Cuarta Transformación. Esta “transformación” prometía regenerar la vida pública, combatiendo la corrupción y priorizando la soberanía nacional. No obstante, su liderazgo polarizó a la nación, dividiendo la narrativa pública entre el “pueblo bueno” y una “minoría rapaz”, con la cual justificaba el poder casi personalista que centralizaba.
Las conferencias mañaneras fueron la plataforma desde la cual se construyó un discurso basado en esa dicotomía. Desde ahí se lanzó una propuesta que planteaba interrogantes serios sobre el equilibrio entre un Estado fuerte y una democracia genuina. ¿Es posible un cambio social desde el poder concentrado y no desde la base? ¿Puede la transformación de un país nacer desde arriba? Estas preguntas siguen vigentes cuando se analiza su legado, que, aunque polémico, despertó una nueva conciencia política en amplios sectores de la sociedad mexicana.
El mayor aporte de López Obrador radica en haber reactivado el debate sobre la justicia social, la equidad y el bienestar, temas que habían sido dejados de lado por el neoliberalismo. Reinstauró la noción del bien común como eje rector del Estado, alejándose del individualismo exacerbado que caracterizó a las décadas anteriores. Sin embargo, esta transformación, para muchos críticos, fue más reformista que revolucionaria. A pesar de su retórica de lucha de clases, su administración operó dentro del marco capitalista, sin alterar las relaciones fundamentales de producción. México siguió inserto en el sistema global, y la Cuarta Transformación se quedó atrapada en la contradicción entre sus aspiraciones y las limitaciones del contexto internacional.
A pesar de su retórica contra las élites neoliberales y los medios hegemónicos, no logró transformar las estructuras que perpetúan esa hegemonía. En lugar de abrir espacio para una emancipación real, se construyó un nuevo tipo de control discursivo, en buena medida sostenido por el carisma presidencial.
Con la probable llegada de Claudia Sheinbaum a la presidencia, el país se enfrenta a un cambio en el estilo de liderazgo, pero no necesariamente en la dirección de las políticas. Sheinbaum, con su sólida formación científica y su experiencia en temas de urbanismo y cambio climático, parece dispuesta a encabezar un gobierno más tecnocrático y basado en evidencia. Su gestión podría estar marcada por un enfoque más pragmático, menos dependiente del carisma personal que caracterizó a López Obrador. Si bien es previsible que mantenga los programas sociales emblemáticos, su capacidad para implementar correcciones y dialogar con distintos sectores sugiere un estilo de gobernanza más incluyente y eficiente.
Uno de los grandes desafíos que enfrentará Sheinbaum será la lucha por la igualdad de género. México, a pesar de los avances, sigue siendo un país profundamente patriarcal. El hecho de que una mujer esté al frente del Ejecutivo podría abrir espacios para políticas más contundentes en temas de género, como la violencia contra las mujeres y el acceso igualitario a oportunidades. La agenda feminista, que fue relegada en el gobierno de López Obrador, podría ganar protagonismo bajo su mandato. Su ascenso, además, tiene un peso simbólico considerable: una mujer en la presidencia puede inspirar a nuevas generaciones de mujeres a participar activamente en la política y la vida pública.
Sheinbaum también está mejor posicionada para dialogar con los movimientos globales en torno a la sustentabilidad y el cambio climático. Su formación científica y su inclinación hacia un gobierno racional y tecnocrático podrían alinear a México con una agenda progresista en temas ambientales y tecnológicos. No obstante, su éxito dependerá en gran medida de cómo logre lidiar con los desafíos estructurales que enfrenta el país: la inseguridad, la corrupción y las presiones del mercado global.
En términos históricos, el paso de López Obrador a Sheinbaum puede interpretarse como una evolución natural y positiva dentro del proceso de transformación de México. El primero reactivó las demandas de justicia social; la segunda tiene la oportunidad de profundizar estos esfuerzos con una mejor organización y eficiencia administrativa. En este sentido, se perfila una transición de un liderazgo carismático a uno más tecnocrático, donde el poder ya no reside tanto en la figura del líder, sino en la capacidad técnica para gobernar.
Este tipo de evolución es crucial en cualquier país que aspire a consolidar un proyecto progresista. La fase simbólica y carismática de la revolución da paso a una etapa de institucionalización y profesionalización. En México, el paso de López Obrador a Sheinbaum podría representar justamente eso: una maduración política en la que el cambio ya no depende (sólo) del discurso y la confrontación, sino de la capacidad para gobernar con eficacia, construir consenso y generar resultados tangibles. En última instancia, este es el verdadero reto para Claudia Sheinbaum y su legado potencial.