Esos tipos extraños llamados intelectuales
Héctor Islas Azaïs
El 20 de mayo de este año un grupo de más de 250 integrantes de la comunidad intelectual y científica del país pidieron mediante un manifiesto votar por la candidata opositora Xóchitl Gálvez para atajar lo que llamaron en el documento un “peligro de una regresión autoritaria” en el país. Más allá del debate electoral, el hecho atizó reacciones en los medios impresos y las redes sociales que llaman la atención, en particular por el asunto de qué son o quiénes pueden con derecho llamarse en México “intelectuales”.
La soberbia y el sarcasmo que tanto los detractores como los defensores de los abajo firmantes del manifiesto recuerdan una más de esas querellas que, antes que reflexiones, así sean modestas, exhiben sólo buenas dosis de obcecación. Simplifico aquí un poco los términos de la disputa: para unos, esos dizque intelectuales son en realidad impostores pagados por los poderes fácticos de este país por lo que, antes que escucharlos, leerlos o debatir con ellos, basta con denunciarlos; para los otros, semejante grosería no es más que una muestra de un oscurantismo plebeyo que esconde un resentimiento de clase. Como ocurre en estos debates que en realidad no son debates, sino un barullo de vituperios que se arrojan a la cara del adversario, conviene detenerse a recoger del piso una que otra idea para comenzar a entender aunque sea un poco el asunto.
Para empezar, resulta ingenuo reclamar una definición claramente delimitada de lo que significa ser un “intelectual” (lo que no significa que sea inútil discutir los varios significados del término). Una o un intelectual será lo que es dependiendo en gran medida de muchos factores como la época, el clima cultural, el sistema político, el lugar en que se trabaja… No son enteramente lo mismo el intelectual cortesano, el profesor, el activista, la científica, la crítica literaria, la columnista de algún diario, los que laboran en una consultoría o quien secretamente depura sus poemas en la soledad de su estudio.
En su famoso libro La traición de los intelectuales, Julien Benda reivindicó la figura romántica del intelectual sereno que sólo se compromete con criterios eternos de verdad y justicia. Antonio Gramsci, por citar otro ejemplo conocido, recorre reflexivamente en sus Cuadernos de la cárcel una sucesión de perfiles que va, desde la consigna “todos los hombres son intelectuales”, a los que llama “intelectuales tradicionales” hasta llegar a la multitud abigarrada de “intelectuales orgánicos” que personifican, a sabiendas o no, los intereses de una clase social específica. Y en unas páginas plenas de lucidez, Edward Said sostiene que el principal deber del intelectual es independizarse de las presiones culturales y políticas para ser “un exiliado y marginal”, “el autor de un lenguaje que se esfuerza por decirle la verdad al poder”.
Por otro lado, la mala fama que abruma a los intelectuales corre parejo con la historia misma de estos personajes. Al parecer, casi siempre han resultado chocantes, tanto para los poderosos como para las gentes sencillas. Y no pocas veces han padecido la saña criminal de quienes los desprecian o consideran inconvenientes: Sócrates, Cicerón, Tomás Moro, Giordano Bruno, Rosa Luxemburgo, García Lorca, Dietrich Bonhoeffer, Roque Dalton, Isaac Babel o Anna Politkóvskaya, entre tantos que no menciono, nos recuerdan que reflexionar y alzar la voz contra el poder de uno o de la mayoría puede resultar letal. Y no olvidemos los muchos, muchos más que viven hoy presos, amenazados, exiliados, protegidos por la policía u ocultos.
De ellos me vienen a la mente: Orhan Pamuk, Salman Rushdie, Lydia Cacho, Sergio Ramírez, Svetlana Aleksiévich… Por su parte, el vulgo siempre ha visto con suspicacia a esa minoría distinguida de especímenes librescos que se arrogan el derecho de opinar sobre casi todo. Les reprochan además su cosmopolitismo, el lenguaje extravagante, esos aires de superioridad y la agilidad de muchos de ellos para acomodarse a los pareceres de los dueños del poder político o del dinero.
Entre nosotros, el filósofo Carlos Pereda ha diseccionado con pasión algunos de nuestros vicios intelectuales en su libro Crítica de la razón arrogante. Ahí se nos recuerda de una “arrogancia académica” que promueve un “analfabetismo disciplinario” que se cultiva en feudos impenetrables (universidades y centros de investigación) y de una “arrogancia antiacadémica” que a su vez fomenta un “analfabetismo periodístico” ajena a las lecturas de largo aliento (a eso que aún llamamos “clásicos”) y que con frecuencia cae presa de los entusiasmos identitarios más obtusos. Otro mexicano, Enrique Serna, recorre con agudeza la historia universal de esos personajes tan recelosos y enredados en su ensayo Genealogía de la soberbia intelectual.
No cabe duda: los intelectuales siempre han sido bichos raros y antipáticos aquí y en cualquier otro lugar del mundo; también han sido capaces de mutaciones asombrosas para adaptarse a sus tiempos y encontrar una forma de sobrevivir. Nada nuevo agregamos a esta vieja historia cuando criticamos a los nuestros porque encuentran acomodo en el gobierno en turno o porque algunos patalean cuando pierden ingresos por publicidad oficial o espacios en organismos culturales (lo que es algo muy distinto a criticar a uno que otro por recibir dinero público bajo la mesa). Tampoco vale la pena detenerse demasiado en las exasperantes guerras de cifras (los “otros datos”), las contradicciones y explicaciones indolentes, las predicciones muy fallidas y las medias verdades esgrimidas de manera lastimosa por quienes adoptaron abiertamente una posición a favor de una u otra de las candidatas presidenciales.
De hecho, estas críticas, si bien no son del todo ociosas, pierden de vista lo realmente importante y que, en última instancia, justifica o condena a los intelectuales. Me refiero a que ese griterío nos impide muchas veces escuchar qué es lo que ellos y ellas tienen que decirnos. Y no es cosa sólo de una negligencia de nuestra parte o de una falla lógica elemental (la de aplicar sistemáticamente la falacia ad hominen a cualquier comentarista o teórico que no concuerde con lo que pensamos o que simplemente nos cae mal), sino de algo mucho más generalizado.
Y es que, tanto en ámbitos académicos muy formales hasta en el mundo periodístico más relajado habría que, si algo queremos sacar del trabajo de quienes se dedican a pensar y escribir, resistir esa maquinal y fatigosa perspectiva posmoderna que nos empuja a evadir lo que se dice para mejor desenmascarar el poder que (presumiblemente) está detrás de lo que se dice. Descalificar a un intelectual por su posición política (para lo cual recurrimos con algarabía a dicterios como “facho” o “chairo”) no es nunca una buena idea; atender a sus tesis y argumentos y decidir por cuenta propia si nos parecen válidos y pertinentes sí que lo es. Y un agregado muy, muy importante: no hay que olvidar que para los problemas políticos y morales no hay nunca una única respuesta correcta.
Si me viera obligado ahora a mencionar algunas de las virtudes (reales o deseables) de los intelectuales, nombraría cosas como éstas: veracidad (que no “verdad” a secas), amor por la libertad y la justicia, pasión por compartir el conocimiento. También, y aunque habría que matizar mucho, estarían: independencia (que no siempre es un objetivo realista), compromiso (¡hay que elegir bien con qué o con quiénes nos comprometemos!), mucha claridad de expresión (cuántas veces nos evadimos de la crítica tras un fárrago de términos fastuosos) proporción moral (existen tantas cosas que valen más que nuestras causas políticas), responsabilidad (hay ideas que por luminosas que nos parezcan guardan consecuencias desastrosas), autocontención (algo muy distinto a la autocensura; me refiero más bien a la capacidad para lidiar con las pasiones y emociones que nos pueden cegar). Desde luego que hay más, varias o muchas más, y lo único que quizá está claro es que cultivar tantas virtudes nos exige bastante más que una buena formación intelectual en alguna institución de prestigio.
Me detengo apenas un poco en la última de las virtudes mencionadas, la autocontención (autocontrol, moderación; o también: “prudencia”). Cuando un intelectual se pronuncia públicamente y con estrépito a favor de algún político o de alguna acción política controvertida vemos a veces, aunque no siempre, que su nivel de discusión tiende a flaquear (por ejemplo, comienza a pasar por alto aspectos que antes le parecían cruciales, magnifica los problemas que sus adversarios políticos no han podido resolver, apela con más frecuencia a los argumentos de autoridad, etcétera). Lo que sí no parece menguar nunca es la confianza que ese o esa intelectual tiene en sus poderes mentales y en su capacidad para descubrir la verdad.
Esta actitud (esta “arrogancia”) seguramente tiene varias raíces, y una de ellas es el hecho de que, como sabemos desde los antiguos griegos, el conocimiento implica una forma de poder. Si dejamos de lado las ambiciones apenas reprimidas de tantos y tantas en busca de un puesto académico, de una asesoría o de plano un escaño, o de quienes simplemente buscan el aplauso de unos pocos correligionarios, el hecho de tener conocimientos probados (por ejemplo, en algún aspecto de la política o de la economía) constituye una tentación permanente de ver esos conocimientos reflejados en la realidad. Pensamos entonces que cualquier persona razonable debería compartir nuestras perspectivas y soluciones, que éste o cualquier otro país jamás resolverán sus problemas si no adopta nuestras ideas, que quienes guardan posiciones contrarias a las nuestras sólo pueden estar engañados o quieren sabotearnos.
Y si llegamos a congeniar así sea un poco con algún príncipe o mecenas que nos guiñe el ojo, la tentación se torna irresistible. Perdemos entonces la comunicación y el respeto con nuestros colegas, con el público al que se supone que nos dirigimos y empezamos a confundir nuestras fantasías privadas con hechos reales, y nuestro éxito con la verdad o con lo justo. Hacia el final de un libro sobre los intelectuales que apoyaron o justificaron algunas de las peores tiranías del siglo pasado, el politólogo e historiador de las ideas Mark Lilla repasa el famoso episodio de las infructuosas andanzas de Dion y Platón en Siracusa (para tratar de convencer al tirano Dionisio que dejara de cometer barbaridades y se convirtiera a la filosofía).
El autor nos dice que la “tentación de Siracusa” es muy poderosa para cualquier hombre o mujer que ejerza como intelectual. Siguiendo a Platón, señala que esa fascinación por entronizar nuestras ideas no es nada más un rasgo mezquino de algunos individuos, sino que “existe una conexión en la mente humana entre el anhelo de saber y el deseo de contribuir” al ordenamiento político de una sociedad. Para Lilla, una de las enseñanzas más valiosas de Platón consiste justamente en reconocer ese impulso como algo que puede convertirse en una pasión desordenada que nos arrastra a la filotiranía y a activar un mecanismo potencialmente destructivo que puede apartarnos definitivamente de una vida política e intelectual sana.
Tildados de arrogantes o admirados, ninguneados o convertidos en oráculos, acomodaticios o estoicos, atendamos más a nuestros intelectuales para aprovecharlos más y exigirles lo mejor.
Referencias bibliográficas:
Lilla, Mark, The Reckless Mind. Intellectuals in Politics, New York Review Books, Nueva York, 2001.
Maclean, Ian, A. Montefiore y P. Winch, The Political Responsibility of Intellectuals, Cambridge University Press, Cambridge, 1990.
Pereda, Carlos, Crítica de la razón arrogante. Cuatro panfletos civiles, Taurus, México, 1999.
Said, Edward, D., Representaciones del intelectual, trad. Isidro Arias, Paidós, Barcelona, 1996.
Serna, Enrique, Genealogía de la soberbia intelectual, Debolsillo, México, 2015.
12 de junio de 2024